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mis tripas, corazón

La vaca que mea

Era en época de encierros y fiestas varias cuando mi padre, asando chuletillas en la bodega, nos recordaba que el origen de su calvicie no provenía ni procedía de factores genéticos sino, más bien, de su afición taurina cuando, siendo mozo, en los encierros de Matapozuelos, una vaquilla infame le empujó, le tiró, le pateó y le orinó en la cabeza.
Todos los veranos la misma cantinela mientras nos animaba a ir al pueblo a correr los toros, o a verlos zafarse de la ardorosa infantería. Quizá fuera la imagen de la vaca meona la que nos empujó a los tres hermanos, tres, a la indiferencia, o más bien al rechazo, de cualquier rito o festejo táurico. Aun así, sabíamos fingir cierto entusiasmo cuando nos arrastraba desde el bar de Felipe a las talanqueras, desde el clarete a los remolques, desde la conversación al vocerío. Por darle gusto.
Ya hace años que no existen sus palabras.
Si me viera ahora, yendo a los encierros de Portillo, a los de calle y a los de campo, invitada en la casa de María, Plaza de la Villa, 2. Si me viera, digo, sabría también que lo hago por darle gusto. Apalancada entre los barrotes, tengo dos ojos en el frente y otros ocho que me han nacido espontáneamente en ambas sienes; con tanto ir y venir de mozas, mozos y no tanto, no sé por dónde vienen las bestias, a las zaínas, me refiero.
Me citan e incitan los valientes a abandonar el refugio y ponerme en el medio de la calzada, “que no pasa nada, que todavía no se acercan, que los vemos llegar”. Y yo que no quiero verlos ni que me vean, ni que me huelan, ni que me sientan. Les recuerdo al de hace unos días en Medina y a los siete fallecidos en encierros este verano. Y no lo menciono, pero ahí están, los toros muertos cada año de puro agotamiento.
Mi hijo Andrey, en el corrillo del centro y en su primer festejo con animales varios, se refugia a mi lado cuando pasa el toro como una exhalación. Detrás, el tío de la vara intentando asestarle en las posaderas. “Mamá, ¿por qué tiene que pegarle?” Le digo que al abuelo también le llevaban los demonios cuando hacían eso. Ya ves, y ni siquiera lo entendía él, que se quedó calvo a consecuencia de un altercado con una res. Le cuento la historia, se ríe, y me apetece entrar en el bar a tomar un clarete. A tu salud.
Ahora, que ya sé que mis dos hijos son antitaurinos por lo del abuelo y por lo del tío de la vara, me siento satisfecha. Cualquier discurso animalista habría hecho menos efecto que las imágenes rememoradas.
Lo mejor de las fiestas de los pueblos son las conversaciones de sobremesa, bajo la parra, con los platos vacíos y los vasos llenos. Y el perrillo gozando con las sobras.
Lo mejor de las fiestas de los pueblos es refugiarse en el patio hasta que acaben.
En la ciudad, lo mejor de las fiestas, es ignorarlas y esperar que tus hijos no lleguen tarde para poder dormir, tal vez soñar con aquellos veranos que no vuelven de fiestas deseadas.

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