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Jaime Rojas

La canaleja, crónica social de Segovia

La maleta de Barcelona

Barcelona 25-7-02-. Cobi, la mascota de Barcelona ´92, pasea por el estadio Olímpico de Montjuich durante la ceremonia de conmemoración del X aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona. EFE/TONI GARRIGA/MK.

Conservo un Cobi de considerable tamaño en un lugar visible de casa. Ha viajado conmigo un cuarto de siglo, de vivienda en vivienda que uno es de posaderas inquietas. Me lo regalaron en la primavera de ese año 92, en el que los españolitos nos hicimos mayores de edad y nos colocamos en el mapa. Mi mascota de esos inolvidables Juegos de Barcelona lleva puesto el traje oficial, azul veraniego, con una cobarta. Les puede parecer una tontería pero a mí me gusta, aunque solo sea porque el roce hace el cariño y son muchos años ya de convivencia.
El muñeco, con sus tres pelos y la sonrisa dibujada a un lado de la cara, llegó a mis manos como regalo por una visita como periodista de deportes –mundillo en el que entonces me batía en esta casa– a las obras de lo que meses después iba a ser el éxito de un país tan necesitado de que algo salga bien. Desde el pequeñito aeropuerto vallisoletano de Villanubla con cara de ser más de provincias que Paco Martínez Soria, nos embarcamos un grupo de plumillas de la región rumbo a la modernidad. Allí estuvimos admirados y bien tratados, en la ciudad en la que nació mi madre en plena guerra, en el año en el que los barceloneses vivían mirando al cielo a la espera de los aviones italianos, inmisericordes con la población civil.
Sobre aquellos tiempos, obviamente, no pregunté pero sí conté a la guía que era hijo de barcelonesa y con raíces familiares allí. Eso me valió su atención y que me considerara algo más que un periodista de no sé dónde y de no sé qué medio. De la visita guardo un buen recuerdo y como soy propenso a conservar en la memoria anécdotas triviales, me quedé con una al llegar de vuelta al aeropuerto mesetario. Allí un colega, que excuso decir de qué ciudad era para no herir susceptibilidades, bajó de la escalerilla del avión y se detuvo a pie de pista. Todos nos fuimos a la minúscula terminal y al volver la vista atrás, retrocedí para preguntar si tenía agún problema. El tipo me contestó que esperaba que abrieran el avión para coger su maleta, como en el coche de línea. Le saqué de su error y fui con él a la cinta de equipajes. Me lo agredeció aunque no entendió por qué narices hacían eso con lo fácil que es abrir la tripa del aparato y que cada uno coja lo suyo. Supongo que era su primera vez, pensé condescendiente.
En el periódico conté y canté –como se decía entonces en el periodismo deportivo– las excelencias de Barcelona y el cambiazo que había dado. Creo que los compañeros pensaron que exageraba, que era parte interesada y que carecía de imparcialidad, ese bien tan preciado en esto. Luego vinieron los Juegos, a los que llegué tocado por la muerte dos semanas antes de mi madre. Aún así los viví en la redacción con amigos con los que todavía hoy comparto oficio y casa.
En el 92 aprendimos a ser modernos y los Juegos nos desvirgaron hasta el punto de que después de aquello ya nos fuimos los mismos. Yo por razones obvias y el de la maleta porque descubrió que hay algo más que la torre de la iglesia de su pueblo. Exactamente el camino inverso que han emprendido algunos catalanes: regresar a lo más profundo y empeñarse en que les hemos quitado el equipaje del coche de línea.

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Sobre el autor

Jaime Rojas, delegado de El Norte de Castilla en Segovia, nos contará, todos los domingos, la crónica social de Segovia, capital y provincia.


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