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Jaime Rojas

La canaleja, crónica social de Segovia

La feria que gira

Todos tenemos recuerdos de feria. El sonido, el olor, el sabor o esas frases de tómbola que con fervor repiten esos artistas de la venta. La caseta de tiro con las escopetas de mirilla desviada o la música estridente de los coches de choque están instaladas en la caprichosa memoria, como el algodón de azúcar, las almendras garrapiñadas o los trozos de coco refrescados con agua. Y de presidenta, la noria, cuando la localidad está lo suficientemente poblada como para que a los dueños de tamaño mamotreto les merezca la pena montarlo.
Los caballitos –el tiovivo, por emplear un nombre más cosmopolita– para los pequeños y los bares de pincho moruno y pollo asado o los puestos de vino de Cariñena en la que un muñeco vestido de maño da vueltas sobre un barril simulando que pisa la uva en un atrezzo extraordinario, también poseen un hueco entre esas cosas que nunca se olvidan. O las atracciones extremas, donde te ponen cabeza abajo y en las que cuantas más perrerrías te hagan más éxito tienen y de las que bajas –o bajan, mejor dicho, que a mí ahí no me pillan– con la duda de acordarte de los difuntos del que lo inventó o de volver a montar.
Es la feria, la de los tiramonos y cachivaches que, miren por donde, en Segovia ha estado a punto de dejar de alimentar nuestra memoria. Un pulso entre ayuntamiento y feriantes casi arruina una tradición que, aunque en franca decadencia como dice la alcaldesa, tiene un público leal al que nada le importa que los carruseles cambien de ubicación. Todo sea por conservar algo que relacionamos con la infancia tierna y con la adolescencia alborotada e incluso con la madurez, que a nadie amarga el dulce de una tarde-noche de feria.
Sin embargo, como en casi todo, este idílico concepto se convierte en una llaga para quienes sufren daños colaterales: los vecinos. No quiero imaginar la tortura que puede ser el repertorio musical de los coches de choque o las sirenas que anuncian que termina el viaje en una atracción. O las repetidas bromas de los tomboleros, a veces más pesados y reiterativos que algunos humoristas de televisión. El perrito piloto se lo llevan esta vez quienes viven junto a la ciudad deportiva de La Albuera y la parte trasera del colegio Eresma, lugar del nuevo recinto ferial. Ahí estará la zona cero en el estreno del verano.
Y como los faranduleros no son todos iguales, tampoco es ideal la seguridad. Parece inherente a la feria que haya peleas, cruz de navajas entre el ensordecedor ruido y el olor a churro. Los feriantes dicen que hay tipos que van a buscar la riña como si la gresca fuera un carrusel más de los que da vueltas y del que no puedes bajar en marcha. Lo creo porque lo han visto estos ojos que han de tornarse blancos si montan en un cacharro mareante.
Pero, como en el tren de la bruja, los escobazos suelen ser leves. Y la feria continúa y gira, con sus cosas, y sus nómadas dejarán la ciudad para ir a otras en las que alargar el previsible ocaso de su forma de vida. El día que sean sedentarios terminará la magia y en la pista de los coches de choque sonará un réquiem y el algodón tendrá edulcorante. Son estos tiempos que anegan tradiciones.

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Sobre el autor

Jaime Rojas, delegado de El Norte de Castilla en Segovia, nos contará, todos los domingos, la crónica social de Segovia, capital y provincia.


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