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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Una mañana de efímeras efemérides

La mañana del jueves 17 de mayo las musas de la poesía se desperezaban mirando hacia la universidad de Valladolid. Dos actos que en ella se celebraban, sin concordancia previa, se llenaban de los mejores versos. Antonio Largo, en su discurso de toma de posesión como Rector, daba cabida a Jorge Manrique, a Antonio Machado, a Jorge Guillén, y recordando su carrera en Química Interestelar, buscaba la complicidad emocionada del poema Hermandad, de Octavio Paz. “Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche./ Pero miro hacia arriba:/ las estrellas escriben…”.
Casi al mismo tiempo, en el Salón de Grados de la Facultad de Filosofía y Letras se presentaba el libro de María Eugenia Matía Amor Las dimensiones de la memoria. La poesía de Arcadio Pardo, con la presencia del poeta. De nuevo los protocolos académicos se veían desbordados por la aparición rotunda de la poesía, de su verbalidad enfática, de su magnetismo y de su misterio. Arcadio Pardo, noventa años, formidable y seguro, regaba con su voz la dicción de su obra. Una celebración. Al igual que la del discurso del Rector, sonada y sonora.
La poesía se ha venido replegando desde las ondas del aire a la sombra de la página, a la confortabilidad de la escritura. Atrás quedó su vocación de canto. En la lectura silenciosa e íntima es difícil acceder a sus juegos sonoros, desplegarlos desde el texto inerte. Perdida o debilitada su existencia de voz compartida, los recitales que la quieren recordar se quedan muchas veces en la carcasa de la comunicación, en el comercio de sus contenidos. La música ha sido inevitablemente el mejor de sus refugios. ¿Quién mejor que los músicos para exprimir el sonido de las palabras? Paco Ibáñez, Joaquín Sabina cantando o desnudado en sus sonetos, Bob Dylan…
En la novela de raíz biográfica que acaba de estrenar Tomás Sánchez Santiago, Años de mayor cuantía, se indaga en la misteriosa relación con las palabras que el escritor fue forjando en su interior. Un interior sonoro, en el que repetía las capturas de lenguaje que le atraían sin saber por qué: hechizo; chinchorrería. Y tras saborearlas y marearlas, las anotaba en una libreta, como mariposas prendidas de un alfiler u hojas depositadas entre las páginas de un libro. Escribe Tomás: “El poeta viene a pesar las palabras de otro modo, un modo que le permite verlas mientras las oye –y viceversa-“. Un territorio que siempre necesita la colaboración vivificadora de una garganta y unos oídos. “El idioma del poeta, justo a la orilla de los ruidos. La orilla de los ruidos. Ese el campamento natural del poeta.”
Por la orilla de los ruidos se deslizó el valiente discurso del Rector en esa mañana especial. Y a esa orilla nos acercó la voz de Arcadio Pardo. Una voz que era, como descubría en la suya Tomás Sánchez Santiago, eco de la fraguada en su interior. Contaba el poeta que cuando fue a vivir a Francia en los años cincuenta se quedó aislado en su lengua materna, sin casi nadie con quién compartirla. La poesía fue el cauce de diálogo y mantenimiento que encontró, un trabajo solitario que olvidó compartimentos generacionales: “Habitante extramuros,/ poeta del silencio boca adentro”, dice al comienzo de su libro Soberanía carnal. Faltaba la voz para que las palabras regresaran con vida esa mañana. Arcadio Pardo llegaba con la garganta un poco ronca, con las cuerdas gastadas por largos años de docencia. Comentaba sus poemas -alguno de ellos inédito-, las circunstancias de su creación, las dificultades, los avances, y de repente sucedía el milagro: su voz se transformaba, cambiaba de timbre, era otro sonido más puro y rotundo en pos de la dicción rítmica. El poema había entrado en el aire nuestro, la palabra recobraba su peso exacto, se detenía a la entrada del oído, permanecía allí como un sabor persistente en la boca, tal vez como el óxido en la lengua del verso de Antonio Gamoneda. Uno de los poemas recogía la nasalidad de la lengua, ¡ay, los vocablos franceses saliendo de su garganta! Otro describía la rareza de una huésped transformando sus palabras en interrogación, en tiempo de aguante, en crujido de escalera. El Salón de Grados ya era, a la orilla del ruido, el campamento natural del poeta.
Frente a la vida eterna de la escritura, el milagro sonoro de la oralidad paga su peaje de instante volátil, persistente únicamente en la emoción de los celebrantes. Recogiendo un término muy querido por Arcadio Pardo, la poesía en su voz se convierte en una emanación. En flujo de tiempo. En un acto efímero sin registro estable, como la danza, el toreo, el teatro o los atardeceres. Lo efímero es otra de las vetas que atraviesa su obra, corregido en la misteriosa hermandad con vidas que no conoció pero que siente dentro, en ese lugar misterioso donde las palabras zumban como moscardones buscando la salida. Esa lucha entre lo perdido y lo recobrado nombra uno de sus libros: Efímera efeméride. Qué mejor rótulo para esa mañana del jueves, repetido en sus versos: “Todo acto es efímera efeméride./ La efeméride se hinca en su presente”. Y frente a la congoja de que su obra sea también efímera, el poeta se agarra al libro de María Eugenia Matía, que la enaltece y recuerda. “Es mi salvación”, concluye, generoso y agradecido, en la mañana en que las musas poblaron el aire de Valladolid.

(publicado en La sombra del ciprés el sábado 1 de junio de 2018)

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