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Eduardo Roldán

ENFASEREM

En el laboratorio creador de Ingmar Bergman

ingmar-bergmanLa primera e inevitable cuestión que al lector se le plantea al aproximarse a Cuaderno de trabajo (1955-1974) es en qué medida el volumen enriquece los ya publicados —y muy conocidos— escritos de memorias del cineasta sueco, La linterna mágica, Imágenes y otros. ¿O se trata por contra de un mero refrito con otro título, aprovechando el centenario de su nacimiento? En modo alguno. No solo por el tono empleado sino por el propio contenido. Como apunta Jan Holmber (director general de la Fundación Ingmar Bergman) en el epílogo, nos encontramos con un Bergman <<menos calculador>> que en sus anteriores libros de memorias, y con uno que esencialmente refiere los métodos para escalar las sucesivas montañas que son los proyectos en que se halla inmerso o se propone acometer.

El periodo explorado abarca desde que Bergman recién ha cumplido los 37 años hasta que cuenta con 56, acaso el más fértil de una de las más fértiles carreras que haya dado el arte europeo en el pasado siglo, y —más asombroso— de una altura pareja a la fertilidad. Sintéticamente, y solo en el plano cinematográfico, podemos resumirlo en el periodo que va de Sonrisas de una noche de verano (pasaporte de B. al reconocimiento internacional) hasta Escenas de un matrimonio, valga decir en el que se gestan y nacen títulos como El séptimo sello, Fresas salvajes, Persona o Gritos y susurros. Y esto, insisto, si nos ceñimos solo a la vertiente fílmica; la teatral, tan por lo común olvidada o desdeñada por el espectador no sueco, no ha sido, con muy buen criterio, omitida en esta edición en español, y si bien ocupa un menor espacio, nos permite armar una imagen más orgánica del artista, por una suerte de alumbramiento recíproco entre ambas (no es descabellado afirmar que Bergman fue antes un hombre de teatro que hizo cine que un hombre de cine que hizo teatro).

Oportada-cuadernos-de-trabajotro acierto son las breves notas biográficas con que se abren cada año/capítulo, en las que se bosquejan en uno o dos párrafos lo que a continuación se va a encontrar el lector. En efecto: pese a su condición esencial de instrumentos de trabajo, el director de Upsala inserta en los cuadernos notas puntuales de su vida íntima y cotidiana (casi ninguna de la realidad sociopolítica del momento); en especial las íntimas se imbrican de tal modo con las de trabajo que B. no se molesta siquiera en cambiar de párrafo, y uno puede quedar momentáneamente desorientado: ¿es Bergman quien habla de su amante o es uno de sus personajes? Lo cual supone el incordio volverlo a leer, pero la recompensa de ratificar la sospecha de la inextricable fusión entre su vida y su obra —fusión profunda: más allá de la anécdota doméstica—. En cualquier caso el proyecto en que está inmerso es siempre el faro que más alumbra en las entradas; incluso en las anotaciones que versan sobre su estado físico —el recurrente dolor de rodillas— o psicológico deja entrever o explica cómo uno y otro han afectado a su trabajo, que, se halle Bergman en un extremo del arco anímico o en el otro, rarísima vez orilla. Nos encontramos pues, ante todo, con un diálogo de B. consigo mismo, el registro radiográfico de su proceso creador: apuntes y tratamientos de guion mezclados con intuiciones, consejos, enmiendas —<<Tengo que controlar mis ganas de escribir diálogos>> (p. 109); <<Aúnalo todo ya, aúnalo, joder>> (p. 307), etc.—… que alcanzan su mayor intensidad cuando emplea el imperativo, en una suerte de explosión de autoconciencia crítica: <<Una vieja historia que no se ha renovado. Creo que puedo escribirla dormido. Pues hazlo>> (p. 253).

persona-portadaLa primera referencia a Persona aparece en Cuaderno… en el año 1963-1964; continúa —junto a otros asuntos— hasta el 65, 56 páginas más tarde. El resultado de estas se cristaliza en el guion publicado con el número de catálogo anterior al de Cuaderno…, con un prólogo didáctico y emotivo de Jonás Trueba. Es una operación fascinante ver el proceso de transformación de la gavilla de notas en el texto final del guion. Que por otro lado no es un guion en absoluto, o no en el sentido técnico. Carece del formato propio —nombres, acotaciones, etc.—, y cabe leerlo más como una novela breve en presente que como una herramienta de filmación. O al menos si hubiera sido escrito para que la filmase otro; Bergman, miembro de ese puñado afortunado, cada vez más escaso, de cineastas con control absoluto sobre los proyectos propios, escribía en la manera que le era más útil a él, y hacía bien.

En el plano material de la edición, ambos volúmenes resultan ejemplares, con una presentación a la altura del material que contienen, desde la textura del papel a la claridad de la tipografía, pasando por la disposición de los blancos y los párrafos. Mención ineludible merece el excelente trabajo de traducción de Carmen Montes; el lector, sin saber sueco, siente que es la voz de Bergman la que escucha, una voz cuyo timbre no fluctúa, ya se manifieste con entusiasmo o desesperación: una voz honda, honesta, entera.

El centenario del nacimiento de Ingmar Bergman ha convocado actos de mayor pompa y eco mediático, pero muy pocos tan enriquecedores como la publicación de este díptico admirable.

(La sombra del ciprés, 8/12/2018)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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