¿Tiene Dios —Yahvé o Alá— la culpa? Es decir, ¿es Él la causa primera, motora, del sumidero de vidas, hogares, leyes, años en que Israel y Palestina llevan inmersos? ¿Justifica un libro —Biblia o Corán—, aun escrito con tinta celestial, eterna, un sumidero tal? El hombre es animal de búsquedas, y lo que busca, se lo confiese o no, son certezas, alguna certeza, una al menos. Esa búsqueda se revela tantas veces trunca que uno puede abocar en el nihilismo, en la renuncia cerrada y agresiva; sin embargo, seguirá buscando aunque (se) diga que no: como está inscrita en la naturaleza del escorpión aguijonear a la tortuga, así en la del hombre buscar; aunque concluyamos por la experiencia repetida del fracaso que las certezas no existen, conviene hacer como si sí, o sea creer en algo, aun cambiante, aun mentira.

Abrasarse las neuronas de rabia e incomprensión ante la evidencia de que el origen y el motor de esta pesadilla es más que probable no sea otra cosa que una ilusión, no solo resulta gratuito sino nocivo. Lo que cuenta es que a uno y otro lado estiman su ilusión como certeza, como presupuesto inamovible del que partir, causa inmaculada y superior capaz de justificar cualquier atrocidad; de hecho, si repasamos las declaraciones de Netanyahu y Abbas —antes, durante y después de los fuegos artificiales por el 70 aniversario de la creación del Estado de Israel—, advertiremos que, bajo las formas diplomáticas de los discursos oficiales, ninguno de los dos comprenden que no los comprendamos. Desde un punto de vista material, occidental, el nudo del conflicto se reduce a unos cuantos kilómetros cuadrados de tierra —ni muy numerosos ni muy ricos—, y de ahí la impotente desazón. Ocurre que aquello a lo que se entrega la fe es, para quien la entrega, más real que la piedra que golpea el tanque, que la bomba en la papelera. Es, en verdad, lo único real.

Jerusalén Este es solo la traslación visible de una realidad superior y compartida.