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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El peso del honor

harakiri-1Hubo un tiempo en que la palabra de un hombre tenía valor. Un tiempo en que bastaba un apretón de manos delante de un testigo para certificar una venta o una cesión de tierras. El hombre quedaba vinculado por lo que decía sin importar los imprevistos ulteriores que pudieran hacer que se quisiera arrepentir; justamente esos imprevistos eran los que concedían valor a la palabra dada. Más tarde esa tradición oral se fijó en tinta sobre papel o pergamino, en relaciones más o menos extensas que detallaban supuestos, modos de proceder y las consecuencias de no proceder de tales modos; cuanto más restringido el grupo social al que la relación se dirigía, tanto más rigurosos los modos y las consecuencias, y tanto más se respetaban. Pero todo nacía del valor que se le concedía a la palabra, referencia indudable fuera la que fuese la perspectiva desde la que se asumiese.

Finalizadas las guerras civiles, en el Japón de principios del XVII, durante el llamado shogunato Tokugawa, este clan estableció una suerte de dictadura militar con pleno poder político que permitió conservar al emperador un mero prestigio nominal; en su ejercicio del poder, el clan Tokugawa delegó, siempre bajo una supervisión sin fisuras, la administración regional en quince clanes menores, conformándose un sistema feudal castrense de estructuras tan rígidas como los ciclos de la luna. Estos clanes dependían, para mantener el orden en su territorio y hacer rendir cuentas, de la figura del samurái, vinculado a su casa a cambio de techo y comida, pero sobre todo vinculado como portador de prestigio: el samurái cumplía al punto las demandas de su señor bajo las disposiciones del código bushido, una relación de normas cuya palabra-germen, raíz común e irrenunciable, era honor.

harakiri-2Pero las guerras civiles habían traído la desgracia de otros muchos samurais. Antes, bajo el omnipresente emperador, había clanes por centenares, cada uno con su flota de katanas. Con la derrota y el establecimiento de los shogunatos, estos samurais perdieron a sus amos y con ello su propia condición; el prestigioso, fiel samurái que había logrado sobrevivir era ahora un ronin, un vagabundo caído en desgracia, un paria al que solo se le había permitido conservar sus dos espadas. ¿Y para qué? El bushido estipulaba que para hacerse el seppuku —o harakiri, término coloquial—, el suicido ritual que le permitiese, toda vez perdido al amo, mantener el honor. Quien no se lo hiciese sería por su cuenta y riesgo, estigmatizado por el pueblo y sobre todo por los otros samurais y los señores. Pero para observar el rito del harakiri era necesario la colaboración de una espada ajena que, una vez el actor se hubiera sacado las entrañas con un corte en el vientre de izquierda a derecha, le rebanase la cabeza. Por ello muchos ronins acudían a los dominios de los clanes y pedían al señor la ayuda de uno de sus samurais para completar el rito. Estos la proporcionaban: suponía una honra y un prestigio para el clan, un acto debido para con un hombre más débil, pero honorable y valiente. Sin embargo, la cercanía material de la muerte es capaz de diluir la más firme voluntad, y muchos ronins, en el momento de la ejecución, caían en la indignidad guerrera de arrepentirse y solicitar al señor un puesto de samurái en su clan. Esta práctica se fue extendiendo, y es en este momento donde arranca Harakiri, con la llegada de Tsugumo Hanshiro (Tatsuya Nakadai), un ronin viejo y barbudo, con más aspecto de mendigo que de guerrero, a la casa del clan Iyi: solo quiere un lugar digno donde morir. El señor del clan, Saito (Rentaro Mikuni) descree de la petición; allí mismo recibieron no hacía tanto a un joven que, luego de plantear el motivo, llegado el momento de la verdad demandó dos días más para hacer un recado ineludible; por supuesto, le fue denegada la petición y se le obligó a abrirse el vientre. Algo bastante penoso, y mucho más doloroso para el joven, pues las dos espadas que portaba eran de bambú. ¿Cómo se pueden tener espadas de bambú y seguir considerándose un samurái?

Hanshiro asegura que él detesta ese fingimiento como el que más, y como prueba, acto seguido nombra al samurái del clan Iyi que quiere le corte la cabeza. En vano: el citado está en su hogar, postrado por la enfermedad. Hanshiro nombra entonces a otros dos, y para bochorno del señor, el recadero le confirma que tampoco pueden acudir, por idéntico motivo. El señor se huele <<gato encerrado>>, y Hanshiro se ofrece a contar su historia. Reluctante pero intrigado, el señor accede. Hanshiro comienza: ha de confesar que sí conocía al joven de las espadas de bambú.

kobayashi Lo hasta aquí expuesto es narrado en el film con una economía de medios y una fluidez admirables, donde el relato oral del señor de la llegada del joven se alterna con imágenes en flashback que ilustran lo dicho, como de ahí en adelante se alternará el relato de Hanshiro, técnica que el guionista Shinobu Hashimoto ya emplease en Rashomon. El riesgo de esta técnica, que se incrementa al transcurrir gran parte del metraje en espacios cerrados y con escasos personajes, es incurrir en una teatralidad forzada; sin embargo, el fondo del saco de recursos de puesta en escena y la maestría con que los maneja Masaki Kobayashi hacen de Harakiri un producto fílmico ejemplar. Planos subjetivos, planos cenitales estáticos, zums súbitos, movimientos de cámara determinados por la dirección en que sopla el viento…, no hay una sola decisión estética, plástica o sonora, que no tenga una motivación semántica, de igual modo que las dos maneras de enfocar la interpretación del personaje, marcada y contenida, de Nakadai y Mikuni, se ajustan al molde que el rol exige, y el conflicto se enriquece; de haberse adoptado el enfoque inverso, el señor podría haber quedado como un lunático o un arbitrario.

La presencia de combates a espada (parte de la famosa escena de la novia frente a los 88 locos de Kill Bill Vol. 1 tiene aquí un precedente), de coletas en cráneos rapados, de kimonos ceñidos por cinturones negros, no ha de llevar a confusión en el género: nos encontramos ante un melodrama, y en buena medida un melodrama familiar. Ocurre que no el tipo de melodrama doméstico que Ozu perfeccionó; Kobayashi prefiere valerse de un tiempo remoto para ilustrar una tesis atemporal: la necesidad de afirmar la dignidad del individuo frente a los abusos del poder institucional, sea este el de los clanes feudales del s. XVII o el de las corporaciones transnacionales del XX, y venga donde venga establecido este poder. Pues cada hombre es irremplazable, y si bien las palabras han de tener un peso, ese peso no se puede anteponer al peso del alma. El código ha de leerse en contexto, y un código literal no conduce a otra cosa que a la perpetuación de quienes están en el poder, y a facilitar su opresión. El desenlace de Harakiri, de un conmovedor fatalismo, presenta además una crítica brutal a la hipocresía de la que suele valerse el poder absoluto: el fin, siempre, es mantener el poder, para lo que en este caso se ha de armar una fachada de cara al señor del clan imperial Tokugawa; y si tal fin implica la perversión de las palabras que no hace ni unas horas han servido para justificar otra actuación, que así sea. ¿Honor? El único honor que el poder conoce es el de honrarse a sí mismo.

(La sombra del ciprés, 21/4/2018)

@enfaserem

 

Ficha del film

Título: Harakiri (Seppuku)

Año: 1962

Dir: Masaki Kobayashi

Int: Tatsuya Nakadai, Rentaro Mikuni, Shima Iwashita

Japón, blanco y negro, drama, 134 mins.

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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