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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El humo eterno

Ni Marlon Brando, ni Cary Grant, ni Gary Cooper ni John Wayne: tampoco Charles Chaplin. Cuando en 1999 el American Film Institute —no precisamente una entidad sospechosa de parcialismo o ignorancia— catalogó a las cincuenta mayores leyendas de la pantalla que ha dado el cine americano, el elegido para ocupar la primera plaza masculina no fue otro que un tipo que sale perdiendo en la comparación con muchas estrellas en el plano físico y con otras tantas en el interpretativo. Esa plaza la sigue manteniendo a día de hoy. Esa plaza casi nadie la discute. Seis décadas después de su muerte, el aura de Humphrey Bogart no ha dejado de crecer.

¿Quién podría imaginar que aquel peón rebotado de Broadway y encasillado en roles secundarios de niño pijo y hasta amanerado llegaría a simbolizar el cine clásico en el imaginario colectivo del público y la crítica? Bogart pasó de tomar el té en tazas de porcelana sobre las tablas de un escenario a whisky solo en vaso bajo en la pantalla, y con el cambio de bebida llegó el cambio del destino. A veces no hace falta otra cosa que cambiar de bebida para cambiar de destino. El de Bogart, como el de todos, fue en gran medida producto del azar, solo que además Bogart llevó hasta el extremo la simple y ardua recomendación de Hemingway: hay que jugar los naipes que nos han entrado. El crack del 29 —azar histórico— redujo casi a cenizas el número de producciones teatrales que se levantaban en Nueva York, y muchos de los actores cuyo nombre sonaba, aun sin ocupar las mayúsculas más grandes de los carteles ni pudiendo el público ponerles cara, emprendieron la conquista del Oeste y se largaron a Hollywood, la mayoría de las veces solo para tener que volverse tras plantar la pica, quedándose en una suerte de limbo de ida y vuelta que más que conseguirles papeles les conseguía frustraciones y/o adicciones. Pero Bogart, frustración y alcohol mediante, no dejó de empeñarse, de jugar los naipes pese a contar con escasos triunfos en la mano, y uno de esos empeños le hizo ganar esa primera baza sin la cual una carrera en cine no despega; baza que no basta para mantenerse, y muchos se quedan en ella, pero es que Bogart nunca encajó en términos como ‘muchos’, ‘masa’, ‘montón’ y similares.

Aquella primera baza, versión fílmica del petardazo en Broadway que él había interpretado, fue El bosque petrificado, vehículo a mayor gloria de Bette Davis y Leslie Howard —quien se plantó ante nada menos que Jack Warner con el ultimátum de que sin Bogey, su pareja teatral, ella no estaría—, donde Bogart cambia la raqueta de tenis por la pistola de gatillo engrasado. Lo cual le valió elogios y un contrato con Warner —Howard tenía razón y Bogart lo reconoció toda su vida: no encajar en, no plegarse a la masa no significa indiferencia, egoísmo o ventajismo—, pero también una sujeción esclava a papeles del mismo corte: gánsteres de verbo escaso y puño suelto cuya función principal era la de ser abatidos por Edward G. Robinson o James Cagney. Por aquellos años —segunda mitad de los 30— la jerarquía en el sistema de estudios, no solo entre los oficios detrás de la cámara, presentaba una inmovilidad victoriana, y era ella la que determinaba el orden de los ofrecimientos. Pero Bogart resistió y al final ganó: El último refugio (1941) supuso el título/inflexión de su carrera: el primer principal con sustancia y el último gánster, y —más importante— la conexión, profesional pero sobre todo vital, con el hombre que le proporcionaría algunos de sus papeles más celebrados y con el que compartiría muchos de sus mejores tragos.

Gracias a John Huston Humphrey Bogart encarnaría ese mismo año a Sam Spade en El halcón maltés, acabando de asentar los rasgos de su yo fílmico que al año siguiente Casablanca terminaría de pulir, con la que el personaje Bogart entraría en el panteón reservado a los mitos, y con la entrada el comienzo de una hermosa amistad con el séptimo arte: Tener y no tener, El sueño eterno, Cayo Largo, El tesoro de Sierra Madre, En un lugar solitario —su mejor interpretación, y acaso la mejor película en que intervino—… y otro puñado de notables hasta La condesa descalza, que aunque no el último título sí su canto del cisne: la tragedia de la enfermedad se inscribía indisimulable ya en su cara, y la fotografía en color era a la vez una radiografía cruel y la constatación definitiva de un cambio de ciclo.

Y es que Bogart, el Bogart/Bogart, el Bogart que le llevaba al personaje de Woody Allen en Sueños de un seductor a replicar, ante la incomprensión de aquel por la falta de decisión de este para abordar a las mujeres, >, es en blanco y negro. El blanco y negro es al cine clásico lo que Bogart al blanco y negro, y esta es una de las razones que explica la primera plaza en la lista de la AFI.

Pero no la determinante. La determinante es el estilo. Que tiene que ver con, pero no se reduce a, la gabardina cruzada, el borsalino ladeado y el cigarrillo a medias colgando de la comisura o entre los dedos. Que tiene que ver con pero tampoco se reduce a las cejas caídas, a la cicatriz labial, ni siquiera con esa voz lastrada de humo y whisky. El estilo es la personalidad. Una personalidad cuyo único molde y punto de referencia es ella misma: acéptame como soy o déjame, pero no intentes cambiarme porque será tiempo perdido. El estoicismo cansado, no vencido; los dardos de ironía, de los que a veces era también su propio blanco; la certeza de la soledad esencial del hombre, de los amores truncos y el destino contrariado, de que el bien y el mal son solo dos gamas del gris pero no intercambiables, pues al final, si quieres mirarte en el espejo sin volver la cara, en algo hay que creer. Hablamos de un actor al que le tuvieron que poner calzas para ponerse a la altura de su partenaire femenina en la despedida de Casablanca, pero que sin embargo logró enamorar fuera de la pantalla a una mujer veinticinco años más joven —de diecinueve— no menos imponente, y a varios millones más. De un actor que apenas vocalizaba, cuyo registro de voz ha dado nombre a un síndrome. De un actor que jamás tomó otra clase que las que le proporcionaron las tablas o los platós, con una gama de registros parca. Un actor no especialmente guapo, ni con un rostro especialmente singular, ni al que se le pudieran pedir grandes alardes en el plano físico. Y sin embargo con este fardo de carencias logró ahormar un icono inmortal, tan imitado como inimitable. Porque si en ocasiones faltaban matices interpretativos, lo que no faltaba nunca era verdad: el actor era ante todo el hombre, y un hombre sin arnés. Se considera por lo común a Steve McQueen el epítome del ‘cool’; Bogart fue ‘cool’ veinte años antes, y sin pretenderlo.

Hace unos años una cuadrilla de justicieros sociales formalizó una petición para borrarle digitalmente de la pantalla el cigarrillo a Bogart. ¿Qué sería hoy de él? ¿Tendría cabida en el equipo de cuerpos anabolizados y sonrisas profidén que constituye el firmamento/Hollywood? ¿Ha habido alguien que haya logrado colarse en ese firmamento que pueda considerarse su heredero? Solo veo a uno que presente una idiosincrasia genuina y del mismo corte, aunque posea un caudal interpretativo más hondo: Robert Downey Jr. Pero el más íntimo heredero de Bogart quedó —y queda todavía— de este lado del Atlántico; capaz igualmente de hacer de sus limitaciones virtudes con un magnetismo extraño e irresistible, de sacarle partido a su fragilidad y a su casi vulgaridad física, de no tener en realidad otro método interpretativo que el de permanecer fiel a sí mismo. Este heredero es Jean-Pierre Léaud. Léaud es al cine europeo de los 60/70 lo que Bogart fue al americano de los 40/50, con la fortuna de que a Léaud el cáncer lo ha respetado y así podido rendir décadas de dignidad yacente y lenta, una llama que se va agotando pero no deja, todavía, de emitir destellos. A Bogart no lo respetó y se lo llevó con 57, al compás del siglo. Desde entonces nos tenemos que conformar con los recuerdos reales o inventados y el humo eterno de su imagen.

(La sombra del ciprés, 25/3/2017)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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