De todos los milagros de Jesús, los más emocionantes son aquellos en los que hace andar a los tullidos, porque la parálisis, aunque no mate, arrebata la vida, y deja al enfermo sin control de su cuerpo, como un juguete de cuerda estropeado. Y mi preferido es el del estanque de Betesda. Cuenta Juan que cada equis tiempo aparecía en sus orillas un ángel que removía las aguas tranquilas. Los enfermos esperaban su llegada con ansia, porque el primero que saltaba al agua después de que el ángel hubiera desaparecido quedaba curado milagrosamente. Había un paralítico que llevaba esperando 38 años sin éxito, ya que, como es lógico, otros enfermos más rápidos que él se le adelantaban. Lo maravilloso de esta historia es que el lisiado aguantara en su puesto tanto tiempo, su actitud convertía la simple espera en esperanza. Y a él es al que ordenó Jesús de Nazaret con el imperativo que solía utilizar para aquellos casos: levántate y anda. Y, sumiso, se levantó y anduvo. Pero Jesús también se fue y, con excepción de algún que otro milagro en Fátima o en Lourdes, los únicos que abandonaban sus muletas eran los personajes de ficción. Hago memoria y encuentro a muchos en los libros que leía de niña: Clara, la amiga de Heidi, Colin, el personaje de “El jardín secreto”, o el pequeño Tim del “Cuento de Navidad” de Dickens; todos ellos acababan curándose antes de que terminara la historia. Sin embargo, Edith, la protagonista de “La piedad peligrosa” de Stefan Zweig, no consigue curarse, y esa no es su mayor desgracia, sino la de haberse enamorado de un joven al que sabe que no logrará hacer feliz. Igual que Edith, todos los parapléjicos del mundo seguían esperando al lado de su estanque invisible la bajada de un ángel desde un cielo donde parecían haberse olvidado de ellos. Hasta que hace unos días supieron que aquel ángel era un doctor suizo de apellido Courtine, que dirige un grupo de investigadores en el Instituto de Tecnología de Lausanne. Courtine y su equipo han logrado el milagro de que cuatro parapléjicos con lesión medular irreversible se pongan en pie y caminen, tras implantarles un chip que les transmite descargas eléctricas. Pero los pacientes de Courtine, al contrario de los tullidos de los Evangelios, no obedecen las órdenes de ningún benefactor, sino que ellos mismos son los protagonistas de un prodigio al que contribuyen con su esfuerzo continuado y valeroso. Es precisamente su temperamento desobediente el que les impidió amoldarse a la resignación. El médico protagonista de “La piedad peligrosa” explicaba así la reacción de Edith, su paciente paralítica que se vuelve irascible contra él: “no queremos a los buenos pacientes, a los obedientes, ellos son los que menos nos ayudan. Preferimos una voluntad rebelde, enérgica e incluso furiosa por parte del enfermo, pues por extraño que parezca, estas reacciones en apariencia poco razonables a veces producen mayor efecto que los medicamentos”. La voluntad del investigador de causas imposibles como la de los parapléjicos también es poco razonable, pues se enfrenta a las leyes que parecen regir la naturaleza humana. Pero es en esa desobediencia donde reside el poder de la Ciencia, su fuerza compasiva. Hasta ahora solo se han beneficiado cuatro pacientes, aunque dentro de muy poco serán muchos más los que se levanten de sus sillas de ruedas, porque los médicos, al contrario que el ángel de Betesda, no curan únicamente al primero que salta sobre el agua. He aquí su generosidad y su grandeza.