El martes pasado vimos la foto de Jacki, el perro gallego que llevaba a un cachorro calcinado en la boca. Interpretamos el gesto como el propio de una madre que no quería desprenderse de su hijo. Pero era un macho que recorría el bosque humeante, recogiendo animales carbonizados para enterrarlos él mismo, al lado de la Iglesia del pueblo. Aunque Jacki no supiera que estaba enterrando a los animales en tierra sagrada, su gesto parece reclamar un alma para los animales o al menos un mayor respeto hacia todo los que tiene vida. Porque lo que caracteriza al hombre religioso ya en el paleolítico es que no abandone los cadáveres de sus semejantes a merced de los buitres, sino que escarbe para ellos un cobijo en la tierra que les ha alimentado y de la que forman parte. Muy cerca de Jacki, otro vecino ha muerto, esta vez por salvar a sus animales. Se llamaba Marcelino Martínez y a sus ochenta y tres años andaba mal de las piernas, pero cuando vio que las llamas rodeaban su casa, no dudó en acudir al pajar antes de abandonarla. Logró salvar al carnero, pero murió él mismo al lado de su perra, sus ovejas y su oca Pastora. En todas las catástrofes suceden historias de heroicidad tanto de hombres como de animales. Aunque la semana pasada, sin que mediara ningún fuego, supimos de otro perro heroico, sin cuya ayuda, una niña de dos años seguramente hubiera muerto sola en el bosque. Ocurrió en un pueblo cercano a El Barco de Ávila. Desde las siete de la tarde hasta las dos de la mañana buscaron a Emma, la niña perdida. Y no la hubieran encontrado si no llega a ser por su perro, que ladró cuando sintió que la cuadrilla se aproximaba. El podenco la había cobijado entre unas zarzas y la había mantenido caliente. Vimos las fotos de la niña junto al equipo de salvamento de la Guardia Civil pero no vimos al perro ni sabemos su nombre, aunque sin él, no hubiera sobrevivido. A mí todo esto, tanto las señales de cariño como de desprecio hacia los animales, me recuerdan mi lectura de Coetzee, el Premio Nobel sudafricano que tanto ha denunciado la crueldad del hombre moderno hacia todo lo que consideraba inferior, ya sean las mujeres, los negros, los indígenas o los mismos animales. “No podemos estar seguros científicamente de que el Homo Sapiens sea la especie por encima de las demás”, dice saliendo al paso del absurdo orgullo de los humanos más cafres. Coetzee se refiere a los animales de la ganadería industrial. Respecto a los mataderos afirma que si hubiese un techo de cristal en la ciudad, al que la gente pudiera acercarse a oírlos chillar, no podrían dormir tranquilos. “En las granjas modernas –dice- si eres hembra te envían a la granja de huevos y si eres macho te tiran por una cinta mecánica a unas ruedas que te muelen hasta convertirte en pasta que será utilizada como alimento del ganado”. Por eso quizá, el protagonista de una de sus más grandes novelas, la titulada “Desgracia”, un profesor universitario que busca sentido a su vida en una pequeña localidad rural, acaba encontrándolo en un oficio tan triste como el de asistir al sacrificio de los perros abandonados y a su posterior incineración y entierro. Igual que Jacki, igual que los hombres del paleolítico, Coetzee siente que esa es una misión respetable, la de devolver a la tierra a sus muertos, para que ella les vuelva a convertir en vida. Y de esa manera avivar el fuego sagrado del que surgieron las civilizaciones.