Han pasado ya más de dos años desde que publiqué en esta misma sección una columna titulada “El poder de un sueño”. En aquella columna me congratulaba de la existencia de los llamados “dreamers” o “soñadores” en español, que es la lengua materna de la mayoría de ellos, pues los dreamers son los hijos de inmigrantes ilegales, generalmente hispanos, que llegaron muy niños o incluso nacieron en el territorio de los E.E.U.U. Los llamaron “soñadores” porque luchaban por conseguir la nacionalidad en la única patria que consideraban suya y porque, como Lutero King, pretendían hacer realidad su sueño de forma pacífica. Lutero King, en su famoso discurso “He tenido un sueño”, formuló la utopía de un país sin distinción racial, con justicia social y derechos civiles para todos. Una multitud de negros y blancos tuvo esa noche el mismo sueño y acabó por conseguir gran parte de sus objetivos, aunque el propio Lutero King fuera asesinado en el transcurso de su aventura de liberación. Los soñadores actuales no tuvieron que morir por realizar su sueño -decía yo en aquella columna de hace dos años-, ellos consiguieron que Obama, el primer hombre negro que ocupó la Casa blanca, aunque no reconociera su identidad estadounidense, al menos permitiera que los dreamers se pudieran matricular en cualquier universidad o ser contratados legalmente para realizar cualquier trabajo remunerado. Pero los sueños sueños son, y hace unos días Trump les hizo despertar o, mejor dicho, convirtió su sueño utópico en una pesadilla real al anunciarles su inmediata deportación . “El hombre es un dios cuando sueña y es un mendigo cuando piensa”, esta frase es de otro gran soñador, el poeta Friedrich Hölderlin, que murió habiendo perdido el juicio, quizá porque prefería la locura a salir del edén ensoñado de la divina poesía. Los dreamers, en cambio, no tienen más remedio que pensar y pensar en cómo salir del laberinto en el que se encuentran atrapados, mientras contemplan sus manos vacías, cada vez más pobres e inermes, pues no poeseen ni siquiera una tierra donde vivir y morir. Y muchos de nosotros, con ellos, nos sentimos expulsados de un sueño en el que ya no tenemos cabida. Considerábamos de los nuestros a los dreamers porque, al luchar por lo que indudablemente es justo, mantenían encendida la llama de la utopía, demostrando que lo que parecía un sueño sí que era posible. Sabiendo que había dreamers en el mundo nos considerábamos parientes de los dioses, aunque nuestro parentesco fuera un tanto lejano. Y a decir verdad, no hay sueños lejanos ni cercanos, en los sueños todo sucede aquí y ahora, ¿no es el sueño presente continuo de imágenes que se suceden al unísono en su ámbito umbrío sin frontera posible?. Sin embargo, en el mundo en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende, que diría Calderón de la Barca. En lo que todos coincidimos es en que ni en los peores sueños pensamos que podía gobernar un personaje como Trump, vulgar, vergonzoso –o avergonzante, como diría Soraya Sáez de Santamaría-. Por eso dormíamos tranquilos antes de que llegara Trump, sin saber que existían ni su lenguaje soez ni su flequillo de mono teñido con agua oxigenada; dormíamos tranquilos porque sabíamos que los dreamers soñaban despiertos con una salida para el laberinto en la que todos estamos inmersos, pero hemos tenido que despertar. ¿Qué será de este mundo si Morfeo lo abandona para siempre? Contra toda esperanza, estos 800.000 jóvenes inmigrantes han de saber que contamos con ellos, que sus sueño es el nuestro y nuestro será tanto su Infierno como su Paraíso.