He de reconocerlo, a no ser en las películas, jamás he visto un lobo, ni me han asustado sus aullidos en la noche. Como fui una niña de ciudad, tampoco temía demasiado al lobo de los cuentos, que solo atacaba en los bosques lejanos. Pero sí sentí miedo del lobo que perseguía a Birno en “Días de desván”, de Luis Mateo Díez. Birno se había perdido en la noche, en medio del monte nevado, y un lobo le seguía de cerca: “El rastro de la alimaña era cada vez más cercano, tanto que hubo un momento en que, al volverse, percibió su hocico, del mismo modo que, unos pasos después, vio brillar sus ojos”. Sin embargo, ni el aliento del lobo ni su mirada letal me apartaron a mí de la página escrita. Los ganaderos desearían eliminar del mapa al protagonista de este relato, el lobo ibérico, el mismo que protegen los ecologistas. Yo no sé qué pensar. El lobo trata de alimentarse cuando está hambriento, como todo hijo de vecino, pero ya Félix Rodríguez de la Fuente nos advertía a los niños de los años sesenta que este lobo nuestro es un dechado de virtudes domésticas: se empareja de por vida y es un padre ejemplar. Sí, algunas lecciones tendríamos que aprender los hombres de los lobos, que al menos no se devoran entre ellos. Por ejemplo, ¿cuántos hombres habrán muerto a manos de otros hombres durante la media hora que llevo escribiendo esta columna? ¿Siete?, ¿Cincuenta y cinco?, ¿Cuatro mil? No tengo ni la menor idea. Quizá la conciencia de que la especie humana no es inocente en absoluto –si lo fuera, no hubiera sobrevivido- le llevó a San Francisco de Asís a tratar al lobo como a un hermano. ¡Qué escena tan triste y tan hermosa! Cuando lo pienso, me da tanta lástima ese lobo rendido que me entran ganas de llorar. ¿Y qué fue de él?. Según dice Rubén Darío en “Los motivos del lobo”, vivió pacíficamente con los frailes, hasta que se fue San Francisco de peregrinación y la gente del pueblo le hizo de nuevo la vida imposible. A su vuelta, San Francisco lo encontró hecho un salvaje. Se acercó hasta su cueva en la montaña y le gritó: “¡Oh lobo perverso!, ¿por qué has vuelto al mal?” y el lobo se excusó diciendo: “todas las criaturas eran mis hermanos:/ los hermanos hombres, los hermanos bueyes,/ hermanas estrellas y hermanaos gusanos”,/ pero me apalearon “y recomencé a luchar aquí,/ a me defender y a me alimentar./ Como el oso hace, como el jabalí,/ que para vivir tienen que matar./ Déjame en el monte, déjame en el risco,/ déjame existir en mi libertad…” El Santo volvió al convento y el lobo sigue allí, libre y perseguido, y seguirá hasta que el hombre, con armas mucho más eficientes que sus fieros colmillos, acabe con su especie. No, no me atrevo a afirmar que en esta lucha perenne haya que estar de parte del lobo, pero concluyo con el último párrafo del relato de Mateo Díez, quien sí que oyó de niño su aullido amenazante en la montaña leonesa. Cuando Birno cayó sin fuerzas en la nieve, el lobo se acercó y “husmeó con sigilo y recelo aquel cuerpo varado que ya no tenía respiración y retomó el rastro de su acecho, la huella que la nieve velaba en el camino de la persecución, como si quisiera regresar sobre sus pasos al interior de la selva petrificada”. Así se salvó Birno de ser devorado, gracias a la decisión de la más feroz de las alimañas. No sé. Lo único que se me ocurre es que hay algo más profundo que el amor o el odio, algo a un tiempo feroz y compasivo que hemos perdido al hacernos seres humanos.