Hace unos días, una amiga me pidió que le aconsejara una adaptación de “El Quijote” para su hija de 8 años. ¡Vaya compromiso! Considero que enfrentar a una niña con “El Quijote” es la más terrible de las crueldades. ¿Cómo le quitaría yo esta idea de la cabeza? Así que me puse a pensar en alguna lectura infantil cuyo protagonista fuera equivalente al personaje cervantino, y enseguida se me vinieron a la cabeza Tom Sawyer y Guillermo Browm. En ambos alienta una inocencia transgresora curiosamente parecida a la de Don Quijote, además de la similitud entre su espíritu imaginativo y la supuesta locura del hidalgo manchego. Digo “supuesta” porque, como demuestra Torrente Ballester en “El Quijote como juego”, Don Quijote no confundía los molinos con gigantes, porque no estaba loco, sino que hacía lo que hacen todos los niños: jugar. Igual que Sancho, Don Quijote ve una bacía de barbero, pero es capaz de ver también el yelmo de Mambrino. Al afirmarse en la segunda opción, se comporta como el niño que juega a que las cosas no son lo que parecen. Al hilo de este pensamiento, me acordé de una vieja amiga: Celia, de Elena Fortún. Abrí al albur “Celia, lo que dice”, y allí seguía ella, con el mismo desparpajo de siempre, mostrándole a su hermanito de apenas un año cómo es el mundo, con un estilo inconfundiblemente quijotesco. Dice Celia: “Hoy me he dedicado a enseñarle todas las cosas bonitas que hay en la casa, explicándole que no son lo que parecen… Esto que parece un baño no lo es, sino un auto forrado de raso blanco… en el fondo ponemos los cojines del salón y nos sentamos… y nos vamos de viaje”. Don Quijote se niega a ser únicamente Alonso Quijano, igual que a Celia le angustia ser siempre y solo Celia. Lean este fragmento que reproduce una conversación de la niña con su madre: “¿Siempre Celia, mamá?./ Siempre, aunque no igual que ahora. Serás mayor, te casarás, tendrás una casa como ésta…/ ¿Igual que ésta?/ Muy parecida. Después serás viejecita…/ ¿Pero siempre Celia?/ ¡Vaya, hija! ¡Déjame en paz, que esto parece el cuento de la buena pipa!” Y Celia se sume en sus reflexiones hasta que nos anuncia con alborozo: “¡He conseguido no ser Celia todos los días! Algunos ratos soy un hada”. Celia comparte además otra característica quijotesca: su radical sentido de la justicia. Ni ella ni Don Quijote pactan con la realidad como hacemos los adultos, disfrazando nuestra cobardía de cordura. La intolerancia a la injusticia explica que la primera hazaña de don Quijote consista en defender a un niño que está siendo azotado, y que la primera travesura de Celia sea la de repartir con la hija de la portera los juguetes de los Reyes Magos, que olvidaron pasar por la portería. En efecto, Celia no entenderá nunca el absurdo clasismo del mundo en que vive. ¿Hay algo más difícil de explicar a un niño que la desigualdad social?. Prueben a hacerlo, se verán atrapados en un laberinto de incoherencias, y sucumbirán ante sus sencillas razones. Así lo explica Celia: “Pensando y pensando, he entendido que, siendo los mayores tan grandes y tan ásperos, tan diferentes en todo a los niños, no pueden comprender nada de lo que los niños piensan o hacen”. Por cierto, ¿por qué será tan semejante esta observación a la del Principito, de Saint-Exupéry?: “Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles explicaciones una y otra vez”. De ahí la rebeldía soterrada que escondían todos los antihéroes infantiles, los que vivían en un tiempo en que la infancia no tenía el prestigio empalagoso que hoy ha adquirido, cuando los niños aún no eran clientes potenciales y el mercado del mundo les atribuía un escaso valor. Celia carecía de cuarto propio y deambulaba por los rincones de la casa en busca de un lugar y un sentido, los mismos que sigue buscando cualquier niño que juega. Como lo hacía Celia, hasta que dejó de ser niña para convertirse, no en un hada, sino en una muchacha vulgar y corriente. En su último libro, “Celia, madrecita”, nuestra heroína recuperaba la cordura, igual que Don Quijote antes de morir. Obligada a ocuparse de la educación de sus hermanos, se había vuelto responsable y correcta. Y a sus lectoras se nos hizo un nudo en el estómago, cuya causa no entendíamos bien, como todas las cosas de mayores. Celia ya no podía ser más que Celia Gálvez, como su madre había vaticinado. ¿Por qué los mayores, siendo sus razonamientos tan absurdos, siempre acababan teniendo razón? De aquella niña traviesa que tanto nos había enseñado –yo nunca tomé a broma sus ocurrencias- quedó solo su insistente invitación a la lectura, pues es entre las páginas de los libros donde ella reconocía su ser verdadero. “¿En dónde habrá leído eso?” se preguntaba su madre cada vez que hacía una travesura. Porque Celia no hubiera sido Celia sin sus cuentos de hadas. Los cuentos, como a don Quijote las novelas de caballerías, le daban fuerza para resistirse a separar la realidad de la literatura, y, aunque también fueran la causa de algunos berrinches y más de una azotina, eran su razón de ser y la mantenían viva. Ahora entenderán por qué le respondí a mi amiga que la mejor adaptación del Quijote se titula “Celia, lo que dice” y que su autora es Elena Fortún. Le aconsejé también que esperara a que su hija fuera capaz de leer entre líneas lo que Celia no dice para poner en sus manos El Quijote. Así no conseguirá que, de mayor, presuma de haber leído a Cervantes en edad muy temprana, pero estará segura de que, llegado ese momento, tendrá capacidad para entender y ganas de disfrutar con la obra inadaptable del mayor inadaptado de todos los tiempos.