Llegamos a las cuatro de la madrugada tras un viaje infernal: avería en el tren, literas-potro de tortura, calor africano…, y aunque estábamos rendidos, decidimos salir a la calle, no habíamos llegado hasta allí para descansar. Tampoco habíamos venido a ver la torre Eiffel o los Campos Elíseos, así que comenzamos a andar sin rumbo fijo, hasta que las primeras luces nos anunciaron que estábamos amaneciendo en una calle cualquiera de París. Sabíamos que no íbamos a encontrar la ciudad de la toma de la Bastilla ni la del spleen de Baudelaire, aquellas dos ciudades ya habían pasado a la Historia. Habíamos salido a recorrer una ciudad nuestra, presente, el París de Cortázar, que posiblemente ya estaría mirando desde la ventana el mismo cielo que nosotros, en la ciudad donde había escrito sus “historias de cronopios y famas”. Hablo en plural porque fui a París por primera vez con un grupo de amigos y porque los cronopios no tienen nada de originales -“somos muchos y todos vivimos en la calle Humbolt”- , pero también porque entonces percibíamos su obra como una tarea común, en la que el autor estaba rodeado de cientos de lectores tan interesados como él mismo en su escritura. Cortázar no tenía una placa en la Coupole ni nos lo imaginábamos en los elegantes cafés parisinos, así que lo esperamos en los vagones de metro, en las oficinas de correos, en los bancos de los parques… Pero Cortázar no llegó, aunque en muchas ocasiones sentimos su proximidad de la misma manera que cuando abríamos un libro suyo. Cortázar es uno de esos escritores a los que sientes respirar a tu lado mientras te leen ellos mismos su obra: cuando tuve ocasión de ver un video en el que leía una de sus páginas, me percaté de que esa voz ya la había escuchado en mi interior. Su tono de confidencia produce en el lector una anagnórisis, un reconocimiento entre dos semejantes. Él mismo lo expresa refiriéndose a Keats: ”El poeta es ese hombre que escribe nuestros poemas. Descubrirlos, entre tantos que no nos tocan, es hallar nuestra verdad dicha por alguien que es nuestro doble, el doble del aire, el doble sin nombre ni impedimentos ni renuncias”. La prueba de que algo nos hermanaba la encontrábamos en detalles tan irrelevantes como la torpeza para administrar la pasta dentífrica o la desconfianza hacia los relojes de pulsera, pero también y sobre todo en el deseo de librarnos de la red en la que nos sentíamos atrapados dentro de una casa tomada. Habíamos leído a los existencialistas, pero no era eso; aunque al comienzo de “historias de cronopios y famas” encontráramos frases como ésta, que hubieran podido figurar en “La nausea” de Sartre: “la vida como la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo”. Habíamos leído a Marx, pero tampoco era eso. La división entre proletariado y burguesía no daba cuenta del entramado a un tiempo complejo y absurdo en el que estábamos enredados, como sí lo hacía la división entre famas, cronopios y esperanzas. Cortázar iba mucho más adentro, nos abría una rendija por donde escapar de las redes más tupidas, con su talento de prestidigitador de las palabras, que anunciaba la actualidad de otra vida posible: “Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido”. En un momento en que el Mayo francés se había revelado más generacional que clasista, los cronopios expresaban esa lucha librada dentro de cada familia y de cada individuo, no exenta de ternura y sentido del humor. El mundo daba asco, pero eso no impedía que nos entusiasmáramos con la vida, un entusiasmo que Cortázar también reconoce cuando analiza el romanticismo inglés en su libro sobre Keats: “el mundo es deplorable, pero la vida –en o contra el mundo- guarda toda su belleza y puede, en la realización personal, transformarlo” Es decir, que cada uno podía librar la batalla entre el mundo y la vida, para eso se había inventado “el-palito-que-habla”, su arma, su pluma. También se ha tomado a “historias de cronopios y famas” como ejemplo de escritura automática, surrealista. Yo creo que nada hay de automático allí donde el desorden se organiza de forma matemágica, tan exacta como impredecible. El mismo Cortázar se anticipa y nos disuade de la tentación de interpretar sus textos como surrealistas en “Esbozo de un sueño”, donde un cronopio se ve envuelto durante el día en sucesos propios de una pesadilla, y de noche sueña con situaciones cotidianas, que nada tienen de particular. Además, Cortázar añadía al surrealismo un nuevo ingrediente, el humor, su personal cortesía hacia la claridad de la vida diurna. La gracia nacía de la inevitable inadecuación de sus personajes, inmersos en situaciones tan cotidianas como delirantes. Con respecto a la finalidad que perseguía en sus textos, Cortázar estaba mucho más cerca del análisis de los formalistas rusos, que conciben el arte como una técnica de des-automatización de las conciencias. Para conseguirlo, había que situar al lector al principio de la carrera, cuando todavía no conocía los obstáculos con los que se iba a encontrar y no podía soslayarlos de manera tópica, automática. Vivir volvía a ser una aventura, dar de nuevo los primeros pasos sobre el terreno movedizo de lo impredecible. De ahí sus instrucciones para hacer lo que parece consabido: subir unas escaleras, cantar, llorar o poner en marcha un reloj. Hacerlo todo por primera vez, conscientes de que cada uno de nuestros gestos tenía una transcendencia, o por última vez, tras haber olvidado costumbres, monotonías, pactos con lo previsible. Así se comporta un amateur, sin automatismos profesionales; así se comportó siempre Cortázar, en la vida y en la literatura, como Adán el primer día de la creación. De ahí su afinidad con escritores tan poco profesionales como Macedonio Fernández o Henry Michaux, el creador de “Pluma”, el cronopio que se anticipó al propio Cortázar. Y de ahí su fidelidad al Che, que siempre fue un aficionado y no un profesional de la política, el médico motorista que terminó muriendo comandante de la guerrilla. Por eso nuestra muerte de Cortázar nos duele ahora igual que hace treinta años. Digo “nuestra muerte” porque sus lectores sufrimos con él la derrota del deseo de vida común. La segunda vez que fui París había pasado mucho tiempo desde mi primera visita, ya tenía una hija que había leído a Cortázar, y busqué con ella su tumba en Montparnasse. No coincidí con ningún cronopio, porque los cronopios no acuden nada más que a los velorios falsos y éste no lo era. Pero se me vinieron a la cabeza los versos que él había dedicado a la muerte del Che: “Yo tuve un hermano,/ no nos vimos nunca, pero no importaba/ mi hermano despierto mientras yo dormía…” Sí, tuvimos y tenemos un hermano que aún nos da instrucciones para abstraer el encanto incluso de las lágrimas, con la ayuda de la imaginación, ese arma que él manejó siempre con suma destreza. Y me acordé también de uno de los episodios de “historias de cronopios y famas”, aquel en que una secretaria llora mientras lee una carta de despido dirigida a un compañero, y él la contempla abstraído en el prodigio de sus lágrimas. Al final de esta escena, leemos lo siguiente: “y por un rato me deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se aplastaban en el secante y el boletín oficial. La vida está llena de hermosuras así.” La predilección por todo lo que posea esa diminuta e irrelevante hermosura me hizo pensar en Francisco de Asís, el santo que se consideraba hermano de todo lo creado y que se dedicaba a ocupaciones tan raras, tan propias de un cronopio como predicar a los pájaros o conversar con los lobos. Por eso termino yo este artículo con las palabras que podrían haber salido de sus labios: hermano cronopio, hermana polilla…
(Artículo publicado el 15-2-2014 en “La sombra del ciprés”, suplemento literario de El Norte de Castilla)