“Lágrimas”, de Catalina Montes.
(Texto leído en la Presentación del libro, el 20 de Abril de 2012, en la Fundación Segundo y Santiago Montes de Valladolid)
Es muy difícil para un poeta llegar a la altura de su obra, por eso conocer a los autores suele decepcionar las expectativas del lector. En el caso de Catalina Montes sucede lo contrario. Los que la conocisteis sabéis que es casi imposible que un texto esté a la altura de la poesía que su vida derramó entre vosotros. Sin embargo, este libro, “Lágrimas” –así se titula- lejos de decepcionaros, os va a asombrar.
En primer lugar, os cuento cómo llegó a mis manos: Catalina me entregó sus “Lágrimas” algunos años antes de su muerte, después de que muriera su sobrino Eduardo, a quien dedica el libro. Lo hizo muy discretamente, con la promesa de que no lo daría publicidad. De hecho, nunca quiso leer sus poemas en público, y se negó tajantemente a publicarlos. Quería que yo guardara sus poemas, después de manifestarle mi opinión sobre ellos. Así lo hice. En una primera lectura percibí la huella de la cadena de desapariciones de buena parte de su familia: su hermano Segundo, asesinado en El Salvador, Santiago, Elisa, Cristina, Pilar y, por último, Eduardo… No hacía falta que aparecieran sus nombres ni ninguna otra anécdota. La poesía tiene este poder, el de trasmitir la emoción y la verdad de un sentimiento sin abrir el cofre invisible en donde se guarda.
En mi atalaya,
cercada por la muerte,
tengo la luz
de atardecida, el cielo
y el canto que me nace.
Esto dice el primero de sus poemas, su primera lágrima. Está escrita desde la distancia suficiente para observar a su enemiga, la muerte, y poder hablar de ella. Nos imaginamos a la pobre Katy, a la pequeña Katy, asediada por una presencia tan feroz. Pero enseguida nos muestra sus dos escudos: la luz y el canto, el canto que nace de ella misma, como nace del tallo una flor.
Así de claros son todos sus poemas. Poemas breves, de cinco versos cada uno, escritos en un lenguaje tan sencillo como misterioso. Misterioso porque nunca acaba de contarnos nada, claro porque nada oculta, porque no se esconde bajo ningún disfraz. Decía Juan Ramón Jiménez, en un aforismo que la poesía de Catalina Montes corrobora: “Para los oscuros tengo lo claro, para los claros, lo secreto”. Son, pues, poemas sencillos, misteriosos y tristes, muy tristes. La tristeza todo lo preside, y el poema es la lágrima que encarna la tristeza, la palabra que se derrama en el silencio, atenta a la exigencia del dolor, como expresan estos versos:
En pie, acosada
por ladrillos de muerte
-Todos idos-
me grita su reclamo
más alto que el aullido
Cuando le comenté a Katy lo que me parecían sus poemas, recuerdo que asocié sus lágrimas a las perlas. A ella le gustó esta metáfora, aunque fuera tan manida. Me acordaba yo de un cuento en el que una pobre leñadora lloraba desconsoladamente sin percatarse de que las lágrimas, mientras corrían por sus mejillas, se iban convirtiendo en piedras preciosas. Esa es la metamorfosis propia de la poesía, su poder de transformación, que domestica el horror y acaba por hacerlo codiciable. La imagen remite también al sufrimiento de la ostra, que atesora en la oscuridad el dolor que la oprime y convierte el sufrimiento en perla. Cada una de estas lágrimas –le decía entonces a Katy- está engarzada por la música del poema, y juntas conforman una figura que todavía no se ve con nitidez. No eran únicamente quejas, eran algo más que ni siquiera ella veía desde su atalaya, como tampoco la leñadora veía lo que derramaban sus ojos nublados por la angustia. Habría que preguntarse qué sentido conformaba el engarce de tantas lágrimas vertidas. Pero Katy no podía demorarse mucho tiempo en su atalaya. El mundo la reclamaba para que acudiera en su auxilio. Aún cuando las perlas no acabaran de conformar el collar del sentido. A esa pregunta por el significado, Katy contestaba como Antonio Machado: “¿Dices que nada se crea? No te importe, con el barro de la tierra, haz una copa para que beba tu hermano”. Ella había encontrado el sentido de su vida en la urgencia de saciar la sed de los otros, con esa visión cristiana de que las obras valen más que las palabras. Así llenó su vida, así consiguió mantener siempre fresca la flor de su sonrisa. Pero la respuesta a la pregunta sobre el caos, sobre absurdo de la muerte seguía sin producirse. Y Katy seguía buscando a tientas en el orden paradójico, a un tiempo sensual y trascendente, de la poesía:
Mi tacto busca
y busca mi mirada
lo que han acariciado
tus ojos y tus manos
lleno de ti sin ti.
Yo tampoco entendía aún que su obra estaba incompleta, y que esa cualidad asimétrica era consustancial a su significado, que solo iba a hallar su simetría, sólo se iba a completar cuando la muerte la visitara a ella misma. Entonces es cuando todas sus lágrimas engarzadas se cerrarían conformando el sentido completo, más allá de la manifestación del dolor.
Al recibir la noticia de su muerte, cuya proximidad ocultó con el mismo secreto que sus versos, recibí también una carta suya en la que, además de añadir los poemas finales, expresaba su deseo de que el libro saliera a la luz. Esta publicación es, pues, el último mensaje de Catalina Montes. Y es un mensaje no en vano cifrado en la lengua del poema, con toda su valentía y toda su soledad. En la última parte del libro, la titulada “A solas tú y yo”, la que añadió en sus días finales, Catalina dialoga directamente con la muerte, mirándola a los ojos. Sabíamos que Katy era valiente, pero nos sigue asombrando que fuera capaz de enfrentarse a la muerte con las palabras solas, desnudas. Nadie que no sea muy valiente se atreve a hablarle a tal adversario. Y nada más que una verdadera poeta lo hace con las palabras precisas, sin renunciar a la música del verso:
Y aquí estamos tú y yo.
¿Qué deseas?, ¿qué esperas?,
¿ayes?, ¿lamentos?,
¿estar aquí conmigo?,
¿o tan solo silencio?
Hay una afirmación de poder en el gesto de la mujer frágil, enferma, que, sin embargo, no se encoge, no desciende, y sigue firme en su atalaya, enérgica, tras el escudo de la poesía. Entonces repite el primer poema del libro, iluminado por la misma luz, pero con la diferencia de que ahora el canto no está naciendo, sino negándose a morir :
En mi atalaya
cercada por la muerte,
tengo la luz
de atardecida, el cielo
Y el canto que no muere.
Quiero aclarar algo muy importante para entender este libro: el poder del canto no solo reside en la mágica exactitud de su lenguaje, sino sobre todo en el misterio de la bondad. La bondad es el arma que hace fuertes a los frágiles, y que consigue enmudecer a la muerte misma. Es verdad que el dolor que Katy ocultaba detrás de la sonrisa con la que cubría su tristeza, está en el origen de cada una de sus lágrimas; pero el encanto de cada poema reside en algo más: en el amor profundo, rayano en lo sublime, que ilumina sus versos con un aura de promesa.
Desde su atalaya, Catalina veía crecer una flor hermosísima que nunca se decidió a cortar, hasta que la muerte lo hizo por ella. Aquí pervive ahora su perfume, entre las páginas de su libro. Dije hace un momento que éste era el último mensaje de Katy Montes. Pero ahora pienso que es algo más, es Katy misma derramada en palabras, ofrecida en la mesa en la que leemos su libro, una mesa que ella nunca hubiera consentido en elevar a la dignidad de altar. Es la misma Katy la que se nos ofrece sonriendo al abrir sus páginas, mientras nos insiste tan generosa como obstinada: “Tomad y comed….”.
Nos lo dice sonriendo porque sabe que con este gesto acaba de esquivar el peor golpe de la muerte: la soledad. Nos lo dice en sus últimos versos, al enunciar la buena compañía que la protege y la arropa:
Cuidados infinitos
de familia y amigos
la bendición de mis ancianos
el amor de mis pobres.
Solo me queda un detalle para terminar: ¿os habéis dado cuenta de que a este último poema le falta un verso? Y le falta también a la enumeración de la compañía protectora otro elemento fundamental: el lector, los lectores. Entre sus ancianos, entre sus pobres, entre la familia y los amigos, asoma este nuevo huésped. Los ojos del lector son los últimos invitados a la cena, pero los más importantes, porque han de realizar la metamorfosis de las lágrimas en perlas mientras leen sus versos. Ellos serán los encargados de recoger las palabras vertidas por la poeta que fue y que será siempre Catalina Montes.