“Pueden hacernos renunciar a pensar, pero no podrán evitar que soñemos nuestros pensamientos”. La frase pertenece a un artículo de Guillermo Díez. Suelo apuntar a diario lo más sugerente entre lo que leo aquí y allá, en la prensa o en los libros, así que esta mañana, al enterarme de su muerte, he buscado en mi agenda y aquí está su frase, con el mismo poder de convicción que cuando la leí hace unos meses. Guillermo Díez, en sus artículos apresurados, dejaba caer observaciones memorables, al hilo de sus comentarios sobre la actualidad política. Yo conocí a Guillermo cuando todavía no había cumplido 18 años, me acuerdo porque acababa de examinarme de PREU el día en que me lo presentaron en la librería Relieve. Nos caímos simpáticos, y estoy segura de que esa corriente de simpatía nunca se perdió entre nosotros. Pude comprobarlo años después, cuando ya era profesora y él trabajaba en el Banco Central. Allí me encontré a Guillermo, detrás de una de las ventanillas. Y se daba el caso de que el primer día de cada mes, cuando acudía al banco para cobrar la nómina, comprobaba con desolación que no me la habían ingresado. Tardaban casi una semana en hacerlo, lo que para mí era trágico, dada mi pingüe economía. Un día me hizo una seña de que me acercara a la ventanilla y me dijo en tono confidencial, pero con mucha energía: “¡Protesta!, es el sueldo de tu trabajo, pero si tú no lo reclamas nadie lo puede hacer por ti”. Parecerá una anécdota improcedente en una necrológica, pero yo la recuerdo porque me reveló una de las facetas más importantes de Guillermo. Me refiero a su espíritu de verdadero sindicalista, de aquel que vive los problemas de los otros como algo suyo, y considera que cada injusticia es un insulto a su propia persona. Más tarde coincidí con él en muchos actos culturales, pues Guillermo nunca dejó de estar atento a todo lo que de creativo hubiera en la ciudad. Ni siquiera hacía falta que le enviaran invitación, él acudía encantado a conmemorar, a felicitar, a aplaudir. ¡Vaya suerte que tengo de poder estar aquí!, parecía decir su sonrisa. Y supe también que luchaba contra la enfermedad con el mismo entusiasmo que por los derechos de los trabajadores. Quizá por eso valoraba tanto la vida. En estos últimos tiempos, estaba, como todos, preocupado y pesaroso ante el cariz reaccionario de la sociedad española. Pero nunca se dejó llevar por el desaliento, de eso son prueba sus columnas en este mismo periódico. Y es su aliento, optimista y generoso, lo que más echaremos de menos. Aunque, si queremos hablar con propiedad, no conviene que digamos que ha fallecido. Fallecer, como desfallecer, viene de “fallere”, no cumplir, renunciar. Se dice de aquel que falla, que se rinde. Y Guillermo Díez no se rindió. Luchó cuerpo a cuerpo contra lo inevitable hasta el último día. Se servía de un arma eficaz, la que poseen los que han visto -¿dónde?, ¿cuándo?- que otro mundo es posible. Estaba marcado por la envidiable fatalidad del imaginativo, del que puede renunciar a pensar, pero no puede evitar que los pensamientos pueblen sus sueños. Por eso, allí donde se encontraba Guillermo, había un soñador, es decir, un ser humano de verdad, con alma, con deseo. Así de complicado y así de sencillo.